EL SILENCIO DE CARMITA
Está siempre ahí. Me hipnotiza. Cuelga como estrella en las ramas de un árbol. Hace cien años que no se mueve. Tiene, sobre la falda, esa canasta de flores siempre frescas que no esparcen aroma. Cuando hacemos contacto con los ojos, viajo en el tiempo y no encuentro respuestas. Guardo entre mis cosas los luceros que ahora y siempre han colgado de ese cuello de cisne que amo tanto. ¿Pero cómo puedo amarla, si nunca me ha dado afecto, sólo esa sonrisa de boca perfecta?
Miro mis manos y están ahí las suyas. Esa frente pequeña de nácar una vez me pensó y deseó que me pareciera a ella. Mi garganta es un cascabel: trinos con susurros nacidos del ruiseñor deseado. ¿Qué le puedo hacer? En mis genes corren codificaciones viejas. Y los códigos lo demuestran; clarividencia de la vida en espiral. No hay forma de evitarlo. Según me cuentan, su oratoria era excelsa y su voz de ángel. Ahora guarda silencio de polvo antiguo.
He decidido cambiarla de lugar. Escogeré otra pared, una en la que no tropiece a cada instante con esa mirada inquisidora y fuerte. Por más que le reclamo, siempre en silencio, fría y gris, me borra la esperanza, sin recibir respuestas.
Busco un lugar discreto y la coloco con delicadeza. Es la única fotografía que poseo de una imagen remota grabada en la piel. Me pregunto si guardará otros cien años de silencios.
Carmen Amaralis Vega
HIRVIENDO VIVA
(Relato para competir con menos de 300 palabra)
Me tomó hora y media sacrificarlos. De pié, miraba aquellos ojos en aguas abundantes. Comencé esta madrugada, y los marronazos deben haber despertado todos mis sentimientos ocultos.
A Marronazo va y marronazo viene, logré desprenderle la carne y sacarle el jugo a aquellos cangrejos desesperados. Siempre sufro mucho cuando decido cocinarlos.
El vendedor los trae bien temprano, vivos, luchando por la vida. Si no eres experto, te cortan un dedo con las palancas, te laceran las manos. Yo los espero con un caldero de agua hirviendo. Crueldad pura.
Sufro, juro que sufro cuando el pescador los va echando, uno a uno, en aquella agua criminal. Me miran angustiados, crujiéndome
maldiciones.
Poco a poco van muriendo, mientras yo experimento una transmutación, siento la piel quemada, me ahogo. Me arranco con mis propias manos mis múltiples ojos, uno a uno, y quedo ciega, en absoluta tiniebla.
Ya no veo mi entorno, pero es entonces cuando me doy de cara con mi interior. Me rodean las sombras. Y agradezco a la vida la fuerza que me ha dado para vivir buscando luz.
Ya pronto llegarán mis invitados. Esta noche cenaré rodeada de amigos el sacrificio de mis ojos.
Carmen Amaralis Vega