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DESAMPARADOS AYUDANDO A DESAMPARADOS

Sonaron tres campanadas un tanto tímidas, normalmente suena el timbre eléctrico, son pocos los que usan la campana que tengo puesta en la entrada a mi terraza. Me pareció extraño en esa tarde húmeda y lluviosa escuchar ese sonido indicándome una visita inesperada. – voooooyyyyy
Me levanté de mi siesta con mucha pereza – voooooyyyyyy, repetí.

Con paso lento me asomé un tanto renuente de recibir visita, pero los impertinentes no eran visitantes de los que acostumbro recibir, pera mi sorpresa era un grupo de siete niños y niñas de edades variadas, calculando rápidamente entre ocho a diez años de edad. Sus caritas un tanto asustadas, nerviosas, diría yo.
Les pregunté qué deseaban, y la más flaquita y desteñida me indicó que si tenía comida enlatada no perecedera que compartir para ser llevada a un albergue de niños y ancianos desamparados. Ellos parecían niños desamparados, pensé. Y quienes son ustedes? viven en ese albergue?- pregunté.

Noooo señora, nosotros pertenecemos a una organización que ayuda a los desamparados, me comentó un niño de carita tan redonda como la luna de anoche. Su noooo fue tan contundente que creí en sus palabras, aunque creerle implicaba romper todas mis convicciones, todas mis renuencias y desconfianzas naturales.

La escena no era normal, cuándo se ha visto que un rebaño de ovejitas hambrientas y caritas de hambre pidan para desamparados? Me dirigí a mi alacena en la cocina a ver que encontraba para darles. Miré detenidamente, y en ese momento me di cuenta de cuantas cosas compro que no tienen ningún valor ni hacen sentido: leche de coco, concentrado de pollo, maíz enlatado, maicena, ufff, nada servía para confeccionar una cena decente. Qué podía yo hacer, era cuestión de darles algo, su disposición para ayudar a otros desamparados lo ameritaba. Una extraña angustia me invadía.

En el momento en que me volví a la puerta de la terraza para entregar mi donativo apareció un señor regordete que me llamó por mi nombre. Mi mirada de sorpresa le motivó rápidamente a decirme – usted fue mi profesora de Química hace muchos años, estos niños son de un programa especial de rescate que un grupo de ciudadanos hemos organizado. El grupo se llama- Ayúdenos a ayudar- , desamparados ayudando a desamparados, pensé, pude leer en sus ojos un avasallador orgullo de servidor cumpliendo un mandato divino, ojos que reflejaban bondad y determinación.

Inmediatamente después de recoger lo que les di, el caballero me entregó un folleto con la información del programa y les pidió a los niños una oración, les dijo- Bendigan a la señora, en ese momento no supe qué hacer, incliné la cabeza, cerré los ojos, y como saliendo de una caverna sagrada escuché las voces de los niños pedirle a Dios que cuidara a esta señora que había sido tan generosa, que Dios me diera mucha salud, que Dios me cuidara siempre. Una extraña sensación de agradecimiento invadió mi espíritu, y quise llorar, pero no pude, las lágrimas se atascaron en mis ojos, la voz se atragantó en mi garganta. Era yo la bendecida, era yo la pálida y escuálida, de momento me sentí pequeña y pobre, débil y desamparada.

Los niños me miraron sin entender cuanto bien se reventaba por mis mejillas, me dijeron – adiós señora- , y yo entré a mi casa cargando en el pecho el delirio de la vida. Esa tarde ya no pude dormir mi siesta, las alas de siete niños revoloteaban en mi habitación.


Carmen Amaralis Vega

Manos sosteniendo la placa de madera
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LA MIRADA LUJURIOSA DE UN ABORIGEN

Me fui a buscar aborígenes y cazar canguros, esto estaba en mi agenda de vida. 
Para una persona que nació, se crio y vive en una pequeña isla caribeña, llegar a Australia, la Isla más grande del Planeta Tierra, todo un continente con extremos de climas de norte a sur, resultó una experiencia indescriptible.
De todo lo que viví en un mes, luego de remontar vuelos en la Isla, y de tener que hacer cuatro viajes aéreos para llegar a donde quería llegar, lo que más me dejó deslumbrada fue poder visitar la roca sagrada de los aborígenes. En mis sueños, continuamente me encontraba escalándola para ofrecerles mis sacrificios a los dioses.
Llegué a Alice Spring y al día siguiente, de madrugada, me dirigí a la roca. Deslumbrada con el infinito promontorio soñado, como soy mujer, creo, eso parece, los aborígenes no me permitieron subir la roca por la ruta sagrada, tuve que escalarla por el lado opuesto. Es que las mujeres menstruamos, y eso nos hace impuras e indignas de hacerles oraciones y sacrificios a los dioses. Claro que entendí, y no me ofendí, es que reconozco los remilgos de los machos que no conocen de esos fluidos femeninos para engendrar la vida.
Luego de deslumbrarme postrada de rodillas ante la salida del sol sobre la roca sagrada reflejando un color amarillo penetrante, y finalmente esperar para ver la puesta del sol en un cielo color rojo fulminante, me quedé conversando en una jerigonza con un aborigen que guiaba a los atrevidos que se acercaban a su mundo sagrado.
Milagrosamente le entendí que la roca cayó de los cielos en la prehistoria, era un lugar donde los Dioses les protegían en el corazón de la Isla. Los aborígenes le rendían culto y le atribuían toda clase de bendiciones.
No siempre me ha sido fácil complacerme a mí misma en mis propios caprichos, y les cuento que cumplir este arbitrario sueño me resultó una total pesadilla, pues al terminar mi día, ya casi en sombras con unos leves tonos rojizos en el cielo, presentía que un aborigen me seguía por el sendero de camino al hotel. Apresuraba mi paso, y esa extraña criatura lo apresuraba a su vez. Con el corazón encogido del susto casi corría para llegar, pensando que en el hotel me encontraría protegida.
Entré casi corriendo al recibidor, y para mi escalofriante asombro, allí ya se encontraba el aborigen con una inmensa sonrisa en el rostro al decirme: Lady, you forgot your hat in de Rock (Señora, usted olvidó su sobrero en la Roca). El alma me volvió al cuerpo, y muy desencajada le agradecí su gesto. Terminamos tomando una merienda en la barra del hotel, mientras me contaba su vida. Era mestizo, hijo de una aborigen con un inglés, y trabajaba en el lugar, había sido educado por su padre. Nos despedimos, no sin antes esquivar una lujuriosa mirada reflejarse en aquel extraño rostro de facciones infinitas.
La vida nos da sorpresas, sorpresas nos da la vida, Ay, Dios* (Frase de Rubén Blades)

 


Carmen Amaralis Vega

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