TENDIDOS SOBRE SU PROPIO VÓMITO
El sol arde en las costillas, la garganta quiere gritar por una gota de agua sin sal y no puede, es indescriptible el remolino de vómito que cubre el infierno de la lancha. Esa pequeña embarcación no puede avanzar una sola milla náutica, el peso que carga de los cientos de sufridos es superior a la fuerza del viento, a las fuerza de los frágiles brazos de esos cuerpos casi muertos de hambre, pero mucho más de sed, ya son dos días con sus noches flotando en ese estrecho tormentoso entre su Isla y la nuestra.
Las madres amamantan al marido y al niño, es necesario que sobrevivan hasta llegar a la costa de la esperanza, a la costa del sueño americano, allí sí que podrán trabajar y ver crecer a sus infelices hijos. Ella no importa, su sed es de otro tipo. El peligro a sucumbir en esas aguas turbulentas es poco cuando el alma ansia un pedazo de pan para esas bocas que lloran por la desesperación del ardor en sus estómagos vacíos.
No pueden pedir una gota de agua, el desgraciado hombre, si se puede llamar así, a cargo de la barcaza los echaría por la borda si lo hacen, si se atreven a pronunciar una palabra que despierte la ira de los infelices amontonados sobre sus propios vómitos. Ya echaron al primero que lo hiso para ponerlo de ejemplo si piden agua, ahora todos callan. Simplemente esperan que esa costa dorada aparezca y calme su martirio, algunos tendrán suerte, otros morirán con la sed de la esperanza tatuada en sus ojos.
Al llegar los espera la Guardia Costanera para arrestarlos y devolverlos a la acostumbrada miseria en su Isla. El gran sacrificio resultó en vano.
Carmen Amaralis Vega
ATEO EN EL CIELO
Mi abuelito Fernando no creía en Dios. Así me lo hacía entender cada vez que podía. Mi abuelito era muy inteligente, leía todos los periódicos diariamente sentado en su sillón en la terraza, y ahí teníamos que llevarle su café, encenderles sus pitillos en un estuche de plata largo y hermoso. Me encantaba encenderle sus pitillos, y darme una chupadita a escondidas para tirar el humo al aire.
Abuelito era muy refunfuñón. Todo lo encontraba mal, todo lo criticaba. Jamás sonreía o nos decía nada hermoso. Pero tenía algunos momentos extremos donde, especialmente en los domingos, escuchaba danzas en su radio y me invitaba a bailar. Ufff, era una academia, un, dos, tres, un dos, tres, vuelta, un dos tres. Me decía: - así mi niña, debes bailar bien si deseas conseguirte un buen marido.
Una tarde en que llegué a mi casa con Idamis, compañera de estudios universitarios, abuelo la miró de arriba-abajo, y se acomodó mejor sus espejuelos. Le pedí la bendición, como era mi costumbre, sabiendo que no me respondería. Siempre se molestaba y me decía: ¡Que bendición ni qué bendición, ustedes saben que no creo en Dios!
Pero tenía que pedírsela, mami nos obligaba, y ya era una costumbre oírle refunfuñar. No nos alterábamos, lo queríamos mucho así como era. Esa tarde no se molestó, y cuando Idames se fue y se despidió de nosotros con sendos beso a cada uno, uno a mí y otro a mi difícil abuelito en su enjuta mejilla, le brillaron sus opacos ojos verdes de una manera muy extraña. Una vez solos me llamó a la terraza para darme las gracias.
Abuelito, ¿por qué me das las gracias? – le pregunté curiosa. Y con una mirada muy picara me contestó: - Por traerme esa belleza de muchacha para endulzarme la vida.
Extraño a mi abuelito, me hacen falta sus comentarios sarcásticos, sus quejas, sus murmullos maldicientes, me hacen falta sus clases de bailes y sobre todo su manera de entender la vida y el universo. Es que aunque decía que no creía en Dios, cuando ya se le acercaba su día, pidió un sacerdote para confesarse. Y a sus 97 años de edad murió con una extraña dulzura en el rostro. Estoy segura que abuelito se fue al cielo de los cascarrabias.
Carmen Amaralis Vega